HOMILÍA DOMINGO XXVIII T.O-C (9 octubre 2022)
Lc 17, 11-19
Una vez más se nos regala un texto evangélico, que aunque fue escrito en un contexto
diferente al nuestro y con un pretexto particular, puede iluminar situaciones profundas de
nuestra vida. Vamos a adentrarnos en él dejándonos sorprender.
En esta ocasión Jesús se encuentra con diez leprosos, con un grupo de personas que
viven en la más absoluta marginación. No sólo han contraído una enfermedad que les
acarrea un considerable sufrimiento físico, sino todos los significados sociales,
económicos, familiares y espirituales que se le daban en aquella época. Si estaba
enfermo era en pago a algo que había hecho, o si no él su familia. Estaba enfermo
porque era un maldito que debía ser apartado de todos y vivir en la más absoluta
indigencia. En un momento concreto de sus vidas se encuentran con Jesús y, de lejos y a
gritos, le piden al «maestro» que los cure. Jesús no hace nada, solo decirles que vayan a
que la autoridad competente certifique una curación que ellos todavía no experimentan.
Fiados de la palabra de Jesús se ponen en camino. «Y sucedió que, mientras iban de
camino, quedaron limpios». Lo que el texto resalta es que solo uno se vuelve alabando a
Dios con gritos, se postra a los pies de Jesús y, con el rostro en tierra, le da gracias. Pero
lo más sorprendente es que era el «malo», el «extranjero», el «samaritano». Jesús lo
despide diciéndole: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado». No sólo se va limpio y curado,
sino que, además, por su fe está salvado.
El evangelio nos presenta un «etiquetado» que nos sorprende. Por los estereotipos
sociales y religiosos no debiera haber respondido así. Esa reacción les «pegaba» más a
los que no volvieron. Lo que le diferenció de todos ellos es que vuelve alabando para dar
gracias a Jesús. Entiende que eso que le ha ocurrido tiene algo que ver con Dios y lo
reconoce. Pero también siente que ya no puede seguir su camino, sino que debe volver
su existencia al que lo ha curado. Por eso «vuelve» en un sentido más amplio y se postra
a los pies de Jesús. No sólo ha sido curado, sino que ha tenido una experiencia de fe en
lo que ha acontecido en su vida.
En esto de los relatos de milagros siempre podemos pensar en la suerte que tuvo el
leproso de ser curado, cuando en nuestro caso seguimos enfermos o se murió nuestro
ser querido. Pero el evangelio nos invita a ir más allá de los fenómenos extraordinarios.
Nos invita a vivir desde la fe lo ordinario de la vida, incluida la enfermedad y el dolor. La fe
salva, normalmente, no porque altera el curso de la vida, sino porque le da sentido. Y
mucho mejor lo explica un autor cristiano que decía así:
“El Mundo, la Vida (nuestro Mundo, nuestra Vida), están sí, en nuestras manos, en las de
todos, como una Hostia, dispuestos a llenarse de influencia divina, es decir de una
Presencia real del Verbo Encarnado. El Misterio se realizará. Pero con una condición: que
creamos que esto quiere y puede convertirse para nosotros en la acción, es decir, en la
prolongación del Cuerpo de Cristo. ¿Creemos? Todo se ilumina y se configura en torno a
nosotros: se ordena el azar, el éxito adquiere una plenitud incorruptible, el dolor se
convierte en una caricia y en una visita de Dios. ¿Dudamos? La roca se queda seca, el
cielo negro, las aguas traicioneras y levantadas. Y podríamos oír la palabra del Maestro
ante nuestra vida estropeada: «Hombres de poca fe, ¿por qué habéis dudado?».”