HOMILÍA DOMINGO IV ADVIENTO-B (20 diciembre 2020)
Lc 1, 26-38
Los españoles que tenemos cierta edad nos resulta familiar la frase de Adolfo Suárez, uno de nuestros pasados Presidentes de Gobierno: “Puedo prometer y prometo”.
Salvando las distancias, claro está, estas palabras definen muy bien al Dios que se revela en las lecturas que la liturgia de este domingo nos ofrece. Dios es el que puede prometer y promete; es el Dios de la Promesa; el que se ofrece a su pueblo en un futuro y lo hace vivir en esperanza, en estado de espera. En la primera lectura del segundo libro de Samuel le promete que, como un padre, cuidará de su hijo David y de su reinado. En el evangelio de Lucas se le anuncia a María que por ella vendrá el prometido a Israel. Y en la carta de Pablo a los romanos que esa promesa a Israel se hará extensible a todos los pueblos.
El creyente, por tanto, es aquel que camina movido por una promesa. Una promesa de Alguien que consideramos de palabra, fiel y permanente. Y porque Aquel que promete es de fiar el creyente confía en que vendrá en medio de las espesuras de la historia y de lo oscuro de la lentitud del tiempo. La espera de la promesa exige confianza, paciencia, perseverancia y aguante. Pero hoy se encuentra con una dificultad añadida: ¡son tantos los que prometen y no cumplen! Se prometen protocolos para paliar los efectos del calentamiento global y las naciones firmantes se saltan los acuerdos; las Naciones Unidas prometen le implantación de los Derechos Humanos mientras aplican el derecho a veto cuando algo no conviene al interés de algún país; los gobiernos prometen ayudas a los más vulnerables mientras la gente espera mucho tras la propaganda política; la Iglesia habla de que todos somos hermanos mientras no nos portamos como tales. Tantas promesas incumplidas crean desengaño y escepticismo; tanta espera, desespera. ¿Por qué seguir esperando? ¿Qué ganamos con ello? ¿Por qué dejar de esperar algo o a alguien y no conformarnos con lo que el presente nos pueda dar? ¿Qué sentido tiene la espera? Hoy necesitamos un motivo de esperanza. Dicen que aquello que oramos es lo que creemos y vivimos. En una de sus Plegarias Eucarísticas la Iglesia ora así: "Danos entrañas de misericordia frente a toda miseria humana. Inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado. Ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” . ¡Qué oración tan impresionante! ¿No os invita a seguir orando? Vamos a hacerlo… “Sí, Señor, haznos un motivo para seguir esperando a tantos que en sus cansancios ya desesperan. Que nuestras entrañas de misericordia nos lleven hacia las miserias humanas, hacia las pobrezas que deambulan por nuestras calles, que se esconden en su pobres casas o que viven lejos de nosotros. Que esas entrañas de misericordia nos impulsen a ponernos a disposición de los que no saben por dónde tirar, de los que se ahogan en su angustia, de las víctimas de la incertidumbre o de los maltratados por la injusticia. Que cada uno de nosotros, que cada una de nuestras comunidades, que la Iglesia pueda ser un motivo para que otros puedan seguir esperando. Que nuestra riqueza sea caminar por las calles corrientes; mirar con misericordia; detenernos ante los descartados de este mundo; y mientras luchamos y deseamos que cambien las estructuras injustas de este mundo ofrecerles un saludo, una escucha, una atención, una ayuda sencilla y fraterna.