HOMILÍA BAUTISMO DEL SEÑOR-B (10 enero 2021)
Mc 1, 7-11
La liturgia es así: hace poco estaba naciendo el Niño y ya estamos bautizando al
adulto Jesús en el Jordán. Pero la vida real tiene otro ritmo: el paso del tiempo se
ralentiza; un minuto tarda en pasar lo que dura un minuto; y no por mucho madrugar
amanece más temprano. Del Niño acostado en el pesebre y envuelto en pañales al adulto
bautizado por Juan en el río ha habido todo un proceso. Por medio muchos
acontecimientos de vida: alegres, tristes, anodinos. Todos ellos han provocado
emociones, sentimientos, preguntas, certezas, avances y retrocesos. En el corazón todo
lo ha ido guardando, a ejemplo de su madre. En él iba fraguándose una convicción: el
Dios de Abrahán, Isaac y Jacob se le hacía cada día más Presencia cercana e íntima. Lo
sentía como Padre, como persona diferente pero, al mismo tiempo, algo propio. Y en
esos tiempos de escucha desarmada la intimidad se convertía en vocación y misión. El
éxtasis de esos encuentros íntimos se convertía en fuerza que lo empujaba a caminar
hablando de algo nuevo que había comenzado. Y eso lo sentía tan adentro que era él
mismo.
No sé cómo sería; pero me gusta imaginar que un día le daría un beso a su madre
y ambos supieron que se cerraba una etapa y se habría otra. En la orilla del Jordán
estaba el que, como diría Santa Teresa de Jesús, había tomado una “determinada
determinación”: zambullirse en la voluntad del Padre hasta donde hiciera falta. Por
delante tenía una gran misión: hacer que Dios gobernara y que cada ser humano pudiera
vivir en la profundidad y dignidad que cada hombre y mujer merecen.
En esa misión no estaba sólo, ni mucho menos. Tan empapado por el agua lo
estaba del Espíritu. Su Padre que lo enviaba lo sostenía en las luchas. Siendo rey lo haría
como siervo, sin imponer, sin forzar, sin deshacerse de los poderosos peligrosos ni de los
humildes inservibles. El objetivo era ambicioso y claro: enseñar, sanar, liberar, salvar. Ese
bautismo fue una declaración de intenciones por parte de Jesús y del Padre, del enviado
y del que lo enviaba. Él se pasaría la vida haciendo el bien movido por el Espíritu. Se
haría un cordero, manso y humilde, que cargaría con el pecado de todos; de todos
aquellos que estaban a la cola para poder bautizarse como él.
A los niños y niñas de catequesis les bromeo preguntándole si fueron a su
bautismo. Ahora te pregunto a ti: “¿Tú fuiste a tu bautizo? ¿Te invitaron?”. La mayoría no
nos enteramos de nada. Estaríamos dormidos, o llorando, o despiertos y dando
pataditas. ¡Quién sabe! Pero ojalá que tras un proceso alentado por el Espíritu de Dios
ese niño o niña bautizado, que eres tú o yo, fuera en camino de tomar una “determinada
determinación”: pasar por este mundo haciendo el bien; porque en los momentos de
soledad desarmada nos hemos sentido hijos de Dios. Porque ese sentimiento nos ha
centrifugado hacia los otros cuyos rostros los hemos descubierto como rostros de
hermanos.
Seguro que no te bautizó Juan en el Jordán, pero sí un curita en cualquier parte
del mundo. Pero el mismo Espíritu que empujaba a Jesús a anunciar y curar por los
caminos de Palestina es el que nos lanza a implantar el derecho en las naciones. Y lo
haremos a su manera: sin forzar, ni imponer, sin excluir ni minusvalorar; pero también sin
parar, ni cejar en la lucha. Pensando en los cambios más grande, pero comenzando de
abajo y de a uno hasta alcanzar, no importa si no somos nosotros, los escalones más
altos de la transformación según el Reino de Dios.