HOMILÍA II DOMINGO NAVIDAD-B (3 enero 2021)
Jn 1, 1-18
Imagínate que llevas un diamante en la mano. Tú consideras que tiene un valor
incalculable. Lo valoras y lo cuidas como lo más preciado de tu vida. Sin embargo, la
inmensa mayor parte de los que te rodean no le dan apenas valor. No lo quieren ni
regalado. Algunos tenían uno, pero lo han descuidado y lo han perdido. Incluso te miran
con pena al ver el valor que tú le das; te toman por trasnochado, anticuado, iluso. Son
tantas y tantas las personas que así piensan que llegas a dudar si realmente el diamante
tiene valor. Para despejar la incógnita tienes tres opciones: no tirarlo, pero dejar de
valorarlo; tirarlo y pasar página; volverte a convencer de que, aunque no sea valorado por
la mayoría, tiene un valor incalculable.
Con este sencillo cuento he intentado reflejar lo que pudiera ser la experiencia de
muchos seguidores de Jesús. Por un lado, nos encontramos con lo que la Palabra nos
dice; por otro con lo que nos susurra o grita el mundo en el que vivimos. Comenzamos
con la Palabra. Dice la carta a los Efesios que “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales”. Y el
evangelio de Juan lo expresa de una forma muy bella. Jesús es el Verbo que siempre
estuvo junto a Dios; por medio del cual se hizo todo y todo se mantiene; él es la luz que
vino a acampar entre nosotros. Ni más ni menos que Dios viviendo entre nosotros,
haciendo de Emmanuel.
Pero la misma Palabra nos describe lo que, al parecer, ha sido la actitud habitual
de los seres humanos: vino a alumbrar a los seres humanos, pero prefirieron las tinieblas;
crea el mundo pero el mundo no lo conoce; viene a su casa y los suyos no lo reciben. Y
así resulta que somos los estadísticamente raros que van por la vida creyendo que Dios
ha acampado en ella. Pero es tan inusual que la duda se nos cuela sin darnos cuenta.
Ante la duda unos piensan que lo de Dios es propio de la edad de la comunión; otros
siguen aceptándolo como algo heredado que poco tiene que decir a sus vidas; y están
los que lo acogen.
Dios ha venido a visitarnos a todos y pega constantemente en la puerta de todos,
pero sólo algunos abren. A esos les da poder para ser hijos de Dios. Son los que dejan
entrar la Palabra en su corazones para que ésta acampe en ellos y comience la
transformación. Son los que se creen amados y soñados por Dios; los que se abren al
estilo y los valores del Amigo Jesús; los que se sienten hijos en el Hijo y hermanos en el
Hermano.
Son los que frecuentan la acampada. Para ellos la vida es una tienda de campaña.
En cada acontecimiento Dios ha clavado sus piquetas y se ha establecido. Y cada uno
de ellos es una provocación a descalzarse para entrar en la “Tienda del Encuentro”. Estos
raros creyentes saben que pueden instalar una tienda que cobija a Dios siempre que, en
su nombre y con sus modos, hagan lo que tengan que hacer, por sencillo que fuere. Y
saben que este planeta es una tienda, en la que, en la presencia de Dios, viven como
hermanos. Estos amantes de la acampada pudieran resultar a los ojos de los demás
anacrónicos y trasnochados; pero con la humildad del fuego de campamento son luz en
la oscuridad. A tanto solo que existe le hablan de sentirse habitado; a tantos que
caminan sin rumbo les cuentan lo que es vivir con un proyecto; a tantos que profesan el
individualismo les exponen el estilo del buen samaritano; a tantos que se esconden en
las ventajas de las tinieblas, los incomodan con la claridad de la luz.