HOMILÍA DOMINGO IV T.O-C (30 enero 2022)
Lc 4, 21-30
Todos tenemos experiencia de lo que es viajar y, por tanto, del tener que llevar maletas.
Normalmente, el viajar es una experiencia enriquecedora que no está exenta de sus
dificultades e incomodidades. Entre otras se encuentra la realidad de las mencionadas
maletas: hacerlas, que se ajusten al peso y la medida, el llevarlas, el abrirlas y disponer el
contenido, el cerrarlas con más cosas y peor ordenadas. Viajar con maletas tiene su
aquel, pero la intensidad de este depende si las dichosas maletas están mal o bien
hechas. Una bien hecha, siendo incómoda, facilita el viaje; pero mal hecha, convierte la
travesía en algo más pesado. Todo esto puede ser un ejemplo de lo que es la vida. En el
viaje de la vida podemos ir con maletas bien o mal hechas. Una “maleta” se hace bien
cuando has tenido alguien que desde pequeño, por su forma de mirarte y relacionarse
contigo, te ha dado suelo y confianza básica; cuando has podido tener unas condiciones
que permitieran el desarrollo de tus potencialidades; o cuando has podido ir procesando
lo que iba ocurriendo. Las malas maletas se hacen a base de desapego, ausencias,
episodios sin resolver y dificultades de vida. Y si, por ejemplo, nos toca tener una de las
malas, con ellas afrontamos la vida y nos casamos, o somos curas, o damos clase, o nos
metemos a monjas o… Y, claro, la gente dice este marido, esta mujer, este párroco, este
profesor, esta religiosa… “es problemático, es problemática”. Y sí, hay gente que, sin ser
malas, son un problema por culpa de sus “maletas”.
Un día, los paisanos de Jesús, descubrieron que tenían un vecino “problemático”. Llegó
al pueblo, fue el sábado a la sinagoga, leyó al profeta Isaías y dijo que hoy se cumplía la
lectura. Todos se quedaron mirándolo. Primero se admiraron,después le dieron su
aprobación; pero alguien dijo: “¿Este no es el hijo de José?”. Y comenzó a torcerse la
situación. Ocurrió algo que les hizo querer despeñar al vecino. ¿Qué pasó? Primero, les
mencionó a dos extranjeros: una viuda de Sarepta y a un leproso sirio. Y les comentó que
dos de sus grandísimos profetas, Elías y Eliseo, los benefició a ellos en su tiempo en
lugar de a los judíos. Segundo, que su vecino les salió profeta también, y que alababa la
bondad de su Padre, pero cuando en nombre de él había que cantar las cuarentas no
tenía “pelos en la lengua”. Entre que no se callaba, y que con las cosas que decía hería
su nacionalismo religioso, les entró ganas de despeñar al vecino problemático; y si no lo
hicieron es porque Jesús estaba convencido que aún no le había llegado la hora. Pero le
llegaría por problemático.
Entonces, para los seguidores de Jesús, ¿el problema es ser problemático? ¿O,
realmente, lo problemático es no meternos nunca en problemas por nuestra fe? Esta fe
tiene muchas dimensiones esenciales, entre otras la profética. Si la perdemos ganaremos
tranquilidad, pero perderemos autenticidad. Porque cuando en nombre de Jesús se dicen
cosas como que nadie, ni los mismos cristianos, estamos exentos de creernos superiores
a los diferentes o los extranjeros; que no se puede llegar a fin de mes con contratos
precarios y mal pagados; que nuestro individualismo nos lleva a pasar de largo ante el
que vemos tirado en la calle; que ya ni nos planteamos que el que está en el seno de su
madre sea persona o no; o que los países más ricos esquilmamos a los más pobres y
después cerramos nuestras puertas a sus ciudadanos. Cuando decimos cosas como
esta nos convertimos en problemáticos. Y, para no serlo, callamos al profeta que
llevamos dentro. Y, entonces, comienza el verdadero problema: que a nadie le entran
ganas de despeñarnos y silenciarnos.