HOMILÍA DOMINGO III PASCUA-B (18 abril 2021)
Lc 24, 35-48
Imaginaos por un momento que, estando en vuestra casa, entráis en el salón y allí os
encontráis con el Resucitado: “Hola, paz a vosotros”. El susto es descomunal. Tan es así
que al vernos la cara nos dice: “¡No veas cómo te pones! ¡No hay motivos para tanto
miedo y tanta duda! ¡Soy yo! Que no soy un fantasma, ¡mira mis manos y mis pies! Ven,
tócalos”. Poco a poco vamos recuperando el resuello y la alegría va llegando a nuestros
corazones. Pero como todavía nos ve un poco impactados nos pide algo de comer. Y le
ofrecemos un espeto de sardina que, nunca mejor dicho, hace resucitar a un muerto.
Mientras da buena cuenta de las sardinas nos dice: “¿Veis? Todo lo que se dice en la
Escritura se ha cumplido”. Y como nos ve un poco torpes hace que recibamos como una
luz que, de pronto, nos permite entender lo que antes no entendíamos. Y comenzaron a
encajar todas las piezas: la muerte, la resurrección, el anuncio de la conversión y el
perdón. Y cuando ha acabado nos dice: “¡Ah, por cierto, os nombro testigos de todo
esto!”. La cuestión es que nosotros no contamos con el sorprendente y fantástico “mal
rato” de la aparición. En primera instancia sólo contamos con testigos de esa
experiencia. Un testigo es un amigo o amiga que, en muchas ocasiones, no has conocido
físicamente. Te vinculas a él o ella porque encarna lo que quieres creer y te estimula con
su ejemplo. En cierto modo, tú crees en lo que ellos creen y porque ellos creen. Su
experiencia nos sirve de base para nuestra experiencia de fe; sus vidas iluminan nuestras
vidas; son los referentes que nos acompañan en los altos y bajos del vivir cotidiano.
Esos testigos están por todas partes siempre que los acojas y los consideres como tales.
Son esos conocidos que viven con honestidad y amor la vida, que afrontan con paciencia
y esperanza las contrariedades, que son buenos samaritanos anónimos. Es esa mujer
que vivió hace años en latitudes diferentes pero que conociste por un libro cuya lectura te
introdujo en su vivencia más íntima de la vida iluminada por la fe. Es el patrono o patrona
de tu pueblo que, sin apenas conocer nada de su vida, su misma imagen te refuerza en el
vivir. Sus vidas alientan nuestras vidas; la experiencia de los que vieron a Jesús estimula
a los que le amamos sin poder verle; el amor generoso de los que nunca vieron al
Resucitado ilumina nuestras oscuridades. Porque la fe no deja de ser una cuestión
indemostrable de lo que es, al mismo tiempo, irrefutable. La fe es un barco pequeño y
endeble que siempre reflota en el mar agitado de las dudas y las incertidumbres. La fe es
responder con una decisión a un Dios que te habita susurrando y al que con una razón,
iluminada por la oscuridad de la confianza, decides entregarle tu vida. En muchos casos
esta fe es un intento interrumpido, se queda en un sentimiento mortecino, en un tonteo
con lo trascendente, en un comercio con el que todo lo puede, en un aspecto cultural o
un elemento heredado. Pero en otras ocasiones esa fe configura la vida de la persona.
Esta no entiende su vida al margen de la fe, sino que la organiza desde el encuentro con
Jesús. El “Jesusito de mi vida” lo transforma en la oración del creyente iniciado que llama
a Jesús por su nombre, que lo sabe amigo y hermano como él, objeto de un amor
sincero al cual entregar el corazón de la existencia. Y así nace el testigo o la testigo. No
sabe que lo es, pero otros lo acogen como tal. Su vida es un esfuerzo por convertirla en
respuesta a la llamada que Dios le hace a la comunión; es un proyecto a vivir con Jesús y
como Jesús en lo cotidiano; es un querer entregarse a Dios en los compromisos
pequeños o vitales; es un desear abrirse a su encuentro en lo que acontece; es vivir
como en casa y en fraternidad con los iguales y diferentes, con los cercanos y lejanos. Y
todo ello en un esfuerzo personal sin caer en la cuenta de que es un referente, uno
testigo de aquellos que no gozaron del sorprendente y fantástico “mal rato” de la
aparición del Resucitado.