HOMILÍA DOMINGO XXII T.O-C (28 agosto 2022)
Lc 14, 1.17-14
Todos conocemos lo de «dime con quién andas y te diré quién eres»; y, desde luego, no
queremos que nuestros hijos tengan malas «junteras». Además, aunque esto del COVID
ya lo vayamos viviendo de otra manera, nos distanciamos de los infectados, no vaya a
ser que nos «pegue» lo que tiene. Pues estos razonamiento tan humanos nos sirven para
la vida espiritual: queremos andar con Jesús y que él sea nuestra juntera; deseamos que
se nos peguen “sus cosas”. Decía San Cirilo de Alejandría que en la eucaristía nos
hacíamos «concorpóreos y consanguíneos con Cristo», nos «cristificábamos». Por ello,
cuando leemos la Palabra y la meditamos lo hacemos con el deseo que esta alimente el
encuentro con Jesús, que nos haga avanzar por el proceso de la conversión, de la
transformación de nuestra sensibilidad en su sensibilidad.
Para ello hay un obstáculo que nos hace imposible esta tarea: la superficialidad
inconsciente. Si no nos damos cuenta de los hilos que realmente nos mueven, de los
valores que rigen nuestra vida, nunca podremos convertirlos por los del Evangelio. Hay
dos tendencias muy humanas que cada uno vive como puede. Le vamos a poner
nombre: la de ir por la vida necesitando «ocupar los primeros puestos» y la de «poner la
mano» para que nos paguen por lo que hacemos. En ocasiones, necesitamos ser los
primeros para simplemente ser. Solo me siento bien si soy el primero en el saber, en el
ser tenido en cuenta, en las opiniones que se dan, etc. Y tenemos una gran necesidad
para vivir de que nos paguen los esfuerzos que realizamos: el saludo que damos, el
cariño que ofrecemos, la ayuda que brindamos, el mensaje que enviamos. Son dos
necesidades como muy básicas; en la mayoría de las veces muy inconscientes. Están en
lo más hondo tan enraizadas que mueven la vida de muchos, incluso de grandes
creyentes que quieren seguir de verdad a Jesús. Pero en ocasiones la vida, ni te sienta en
el primer puesto, ni te recompensa lo realizado. Entonces reaccionamos de «mala
manera».
En el evangelio de hoy vemos a Jesús con una «libertad liberada», «bebiendo del propio
pozo» y «habitando su propia casa». Es el hombre que construye su identidad desde la
convicción de que es el «Hijo Amado», se siente tan sostenido por su Padre que puede
beber de ese amor y no tiene que ir deambulando como necesitado buscando «de casa
en casa» lo que puede encontrar en la propia. Y así, liberando su libertad de necesidades
puede vivir lo que vive y hacernos la propuesta a nosotros. Él encaja bien que en la vida
no siempre va a ocupar el primer puesto. Es más que, en ocasiones, hay que optar por
ocupar el último para poder estar con los que siempre están allí. Por otro lado, el criterio
que le hace actuar no es lo que pueda recibir, sino el de la «gratuidad». No es insensible a
la ingratitud, pero puede seguir adelante con un proyecto donde no reciba lo que, en el
fondo, todos deseamos. Sabe demorar el beneficio de la paga, que seguro que llegará,
aunque sea en la «resurrección de los justos».
En el Credo «largo» decimos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida».
Creemos en la «primacía de la Gracia», en esa fuerza de Dios que, sin magias, nos puede
conducir por procesos milagrosos que nos lleven a una libertad que nos haga estar
tranquilos en nuestra propia casa, bebiendo del propio pozo, estando a gusto en los
últimos lugares y trabajando aunque no recibamos nada.