HOMILÍA DOMINGO II PASCUA-B (10 abril 2021)
Jn 20, 19-31
Normalmente pensamos que en la vida todo surge de repente, como si apareciera
al instante y de forma acabada de la nada. Nuestro pensamiento mágico imagina una
encina siendo siempre encina, olvidando el largo proceso que va desde que la bellota cae
en la tierra, se entierra, se pudre, florece el débil tallo que, a lo largo de años y años, se
va convirtiendo en un árbol robusto y resistente. En clave de pensamiento mágico, la
bellota no es encina. Pero en clave de proceso lo es, pero en fase de semilla. Lo que se le
pide a la bellota es que sea buena semilla; y que viviendo con intensidad esa etapa siga
evolucionando para vivir con plenitud la siguiente hasta llegar a hacer realidad el
potencial que siempre había albergado. Esto que parece muy filosófico y ecológico es la
vida misma. Para ser un adulto maduro antes has tenido que vivir la madurez de mamar
cuando te tocaba, de jugar en su momento y de ser adolescente en el tiempo de la
adolescencia. Y en cuestiones de fe pasa lo mismo. Pongamos el ejemplo del personaje
evangélico de este domingo: Tomás, de mote “el Mellizo”.
Después de la muerte de Jesús, Tomás estaría bastante ocupado viendo cómo
reorientar su vida. La cuestión es que no estaba ni cuando María Magdalena fue a decir a
los discípulos que se había encontrado con el Resucitado, ni cuando este se les apareció
estando con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Tomás se encontraba en
situación de incredulidad, su fe había sido devastada por el terremoto de la muerte de
Jesús. Cuando le comentan que se les ha aparecido el Resucitado da un paso en su
proceso de fe. Está dispuesto a creer, pero pone condiciones. Para creer exige ver y
tocar el agujero provocado por los clavos y el orificio del costado. Del “no creer” pasa a
hacerlo “siempre que”. A los ocho días Jesús se aparece de nuevo y accede a la petición
de Tomás, pero lo invita a dar un paso más en su proceso de fe: creer sin ver. Y Tomás,
que tenía a mano la prueba palpable, acepta el desafío. Sin tocar proclama: “Señor mío y
Dios mío”. Visto de esta manera, a Tomás se le presenta, no como un incrédulo, sino
como un ejemplo de cómo la fe frágil debe hacer el camino que conduce a una fe
consolidada.
Muchos, pero muchos, viven en la primera etapa del “Mellizo”, en la incredulidad.
Incluso, como él, han podido tener algunos escarceos con Jesús al haber celebrado la
Primera Comunión o la Confirmación. Pero viven la vida al margen de Dios. Este, como
mucho, es un elemento cultural accesorio. Otros, bastantes, hemos dado el paso a la fe
condicionada: creemos siempre que podamos ver o tocar algo. Estamos dispuestos a
aceptar a Jesús Resucitado siempre que no pierda la sensación de control en mi vida,
goce de una cierta estabilidad y seguridad, haya una proporcionalidad entre lo que le doy
a Dios y él me ofrece, pueda entender algo los misterios de la fe, no me desinstale
demasiado de mis comodidades o no me exija compromisos éticos o humanitarios muy
elevados. Algunos, solo algunos, dan el paso al creer sin ver. Poniendo un ejemplo
marinero, pasan de una navegación de cabotaje a remar mar adentro; de navegar, pero
con la seguridad de ver siempre la costa, a adentrarse en las profundidades. El “sin ver”
la costa que proporciona seguridad puede venir de forma activa o pasiva. De forma
activa es cuando nos tomamos la vida en serio; cuando vivimos entregados a la causa de
Dios en los caminos que hemos elegido; cuando nos olvidamos de nosotros mismos en
la tarea del amor comprometido; y cuando nos arriesgamos con la confianza puesta en
Aquel que no defrauda, aunque calle cuando más lo necesitamos. De forma pasiva es
cuando la vida te pone en situación de desamparo y te quita todo lo que tenías como
apoyo; te deja sin poder tocar ni siquiera un clavo de agujero o una llaga de costado. Y
en todo ello poder decir: “Señor mío y Dios mío”.