HOMILÍA DOMINGO VIII T.O-C (27 febrero 2022)
Lc 6, 39-45
Las expresiones de los jóvenes evolucionan tan rápido como la tecnología. El móvil que
considerabas lo último de lo último resulta ser un dispositivo desfasado en poco tiempo.
Esa expresión que te hacía parecer moderno, a poco que te descuides, te convierte en
un carroza. No sé si ya será arcaico decir: “¿De qué vas por la vida?”. Y es que podemos
vivir con una actitud existencial, que se refleja en lo cotidiano, y ni siquiera darnos
cuenta. Y cuando tenemos algunos hábitos que descuadran a los otros alguien te puede
decir: “Y tú, ¿de qué vas por la vida, tío?”. El Eclesiástico dice: “El fruto revela el cultivo
del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona”. Y el evangelio de hoy: “De lo
que rebosa el corazón habla la boca”. Hay cuestiones personales que son bastantes
evidentes, pero no las percibimos porque no estamos atentos, andamos descuidados. Es
como el despistado que lleva el jersey del revés y, yendo ajeno a lo que lleva encima, es
objeto de las miradas de todos. Si prestáramos atención a lo que decimos, hacemos, a
cómo nos relacionamos, reaccionamos o trabajamos nos daríamos cuenta de lo que se
cuece en nuestro corazón. Dicho en moderno: de cómo vamos por la vida. Hoy el
evangelio nos plantea tres maneras de situarnos.
La primera: ir de águilas con mirada aguda cuando somos ciegos. En ocasiones no
percibimos la realidad tal y como es: no vemos cómo somos, ni nos damos cuenta de lo
que sentimos, ni nos percatamos del contexto en el que vivimos, ni de la forma de mirar
que tenemos a los otros. Pero lo malo es que creemos que sí. Y es cuando no hay charco
que no pisemos u hoyo donde no nos metamos. La alternativa es reconocer nuestra
ceguera, admitir con humildad que hemos de ir paso a paso, parando a cada momento
para escuchar y saber dónde estamos. Y si cogemos de la mano a otro ciego lo
hacemos, no desde la superioridad, sino desde la sabiduría que da el reconocernos
hermanos en nuestra común debilidad.
La segunda: ir de maestros engreídos cuando somos discípulos torpes. La arrogancia
puede ser la máscara de la debilidad; y el pensar que lo sabemos todo la incapacidad
para aceptar que, en el fondo, no sabemos nada. Ir de maestros es matar la duda a base
de falsa seguridad; es creer innecesaria la escucha dado que nadie tiene que decirme
nada. La alternativa es ser discípulo. Para ello hay que estar tan en uno mismo que se
puede soportar la sensación de no tenerlo todo controlado con nuestro saber. La
sabiduría del discípulo está en no considerarse fuente autónoma del conocimiento, sino
en buscador humilde y eterno de una verdad que lo trasciende. Al verdadero maestro
solo los otros lo llaman así, él se ve como discípulo.
La tercera: ir de especialista en detectar la minucia de los demás sin darse cuenta de los
errores de bulto propios. Y es que no son pocos los que teniendo una viga en su ojo
pretenden sacar la mota de polvo del ojo ajeno. Están tan poco en contacto con ellos
mismos que invaden al otro. Son los que no dudarían en lapidar a la adúltera sin darse
cuenta de la vida adulterada y putrefacta que viven.
Atención, érase una vez un ciego que creía que veía, un nefasto discípulo que se creía
maestro, un autócrata que no soportaba las motas de polvo democráticas que, como ya
hicieron muchos, y seguirán haciendo otros, decidió ir de villano mundial.