HOMILÍA DOMINGO XXIV T.O-C (11 septiembre 2022)
Lc 15, 1-32
Un autor célebre dice que Jesús murió por su forma de comer. Claro está que no se
refería a una indigestión, ni a problemas derivados del colesterol o por la tensión alta.
Perdió la vida, entre otras cuestiones, por la gente que sentaba a su mesa, por comer
con las compañías que lo hacía. Como dirían los jóvenes de hoy, a Jesús “le iba el rollo”,
hacía por juntarse con publicanos y pecadores. Y, al parecer, a estos también les “iba la
marcha”, pues lo escuchaban con frecuencia. Si el comer solo fuese comer, que cada
cual lo haga con quien quiera. Pero si el comer habla de una imagen de Dios, ya es
harina de otro costal. Para aquellos que creían en el Dios Santo, que apartaba a impuros
y pecadores como castigo a sus vidas malditas, la exclusión de todo malhechor era un
acto de piedad, de coherencia y de ética. Pero, ¿qué imagen tenía Jesús de Dios para
ponerse a comer con los normalmente excluidos? ¿Quién era Dios para Jesús que hacía
de sus comidas un espacio de inclusión? Nos lo va a contar a su manera, no con
discursos teóricos, sino con ese lenguaje insinuante que dice más de lo que muestra a
simple vista.
Para Jesús Dios es ese pastor que no entiende de números, ni de economía; que valora
tanto a «una» como a «noventa y nueve» porque cada oveja es original e insustituible. Y
que se moviliza ante la pérdida de tal manera que opta por abandonar lo seguro para
lanzarse a la búsqueda incierta; que siente tanta alegría que no puede menos que
compartirla con los amigos y vecinos. Pero también Dios tiene rostro de mujer que busca
con tesón y realismo esa moneda querida y necesitada; que es capaz de poner la casa
patas arriba para encontrar lo que se propone; que hace partícipe a los demás de la
alegría por el hallazgo. Dios es, sobre todo, un padre lleno de misericordia; que cada
mañana espera el regreso del hijo que lo ha despreciado; que a su regreso rompe con
toda lógica y lo abrasa, lo besa, lo viste y le prepara una fiesta; que tiene que enfrentarse
a otro hijo, igualmente querido, que no sabe lo que es tener entrañas de misericordia.
¡Es increíble! Tres parábolas nos introducen en las profundidades de Dios, nos hablan de
la esencia divina, de lo que Dios «es». Nos hablan de un Dios que «mira con el corazón»:
no mira lo perdido como transgresión, sino como situación que daña al perdido. Por ello,
cuando se moviliza no es para condenar, ni castigar, sino para buscar y salvar. Nos habla
de un Dios que no pacta con lo ambiguo, pero que tampoco rechaza, sino que es capaz
de sentarse a la mesa con lo sano y lo enfermo que hay en cada uno. Un Dios que
comparte comida con los «no limpios rituales», que opta por estar con los que dan una
de cal y otra de arena, con los que portan un tesoro en vasijas de barro reseco y
resquebrajado. Nos habla de un Dios que vive el perdón no como imperativo ético, sino
como fruto del amor; porque, ¿cómo no perdonar a la «querida» oveja perdida, a la
insignificante pero «necesitada» moneda, y al pródigo pero, sobre todo, «hijo de sus
entrañas»?
Y tú, ¿con quién te sientas a comer? Puede que ni contigo mismo por no estar del todo
limpio. ¿Y si un día invitas a cenar a lo que de perdido tienes? ¿Y si preparas una de esas
cenas acogedoras que recrean y enamoran? ¿Y si hablas con lo que de “pródigo” hay en
ti intentando averiguar las necesidades profundas que esconde? ¿Y si también invitas a
los que tienen una etiqueta de exclusión en nuestras sociedades? ¿Y si mientras
comemos los escuchamos antes de condenarlos de forma espontánea y automática?
Moraleja, come como Jesús, aunque mueras como él.