HOMILÍA ASCENSIÓN DEL SEÑOR-C (29 mayo 2022)
Lc 24, 46-53
Este domingo celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor. Como muchas otras,
esta fiesta la venimos celebrando desde hace mucho tiempo. Es como si perteneciera a
nuestro acervo cultural y la aceptáramos sin hacer muchas preguntas. Pero vivirla de esta
manera es hacerlo sin darnos cuenta, sin personalizar el mensaje profundo de lo
celebrado. Para no quedarnos en la mera tradición, en la inercia de lo que toca es
oportuno que nos preguntemos: ¿Qué celebramos en la “Ascensión”? Lo primero es algo
obvio: no es lo mismo que la “Asunción”. Esta hace referencia a María; aquella al Señor.
Ambas hacen alusión a un desplazamiento, concretamente de abajo hacia arriba. Pero es
evidente que no hacemos fiesta por un recorrido de lo malo a lo bueno. Entonces, ¿qué?
La Ascensión nos habla de triunfo. Pero lo cuenta no como nosotros lo haríamos, sino
según el modo de la época. Nuestro evangelista nos transmite el mensaje de la victoria
de Jesucristo como otros de su cultura contaban el triunfo de personajes insignes.
Pero no sé si muchos pensarán que celebrar “triunfos” en esta época no concuerda con
la realidad. ¿Estamos celebrando que Jesús ha triunfado? ¿De verdad que lo ha hecho?
¿Cómo celebrar la Ascensión con tanta noticia de guerra, con un mundo injusta y
desigualmente organizado, con la debilidad humana que se manifiesta de mil y una
maneras? Las preguntas son tan incómodas como poderosas, nos obligan a mirar de
frente nuestra fe y relacionarla con la vida.
La “Ascensión” es una “Entronización”. San Ignacio de Loyola en una de las
meditaciones de los Ejercicios se imagina a la Trinidad contemplando el mundo y
escuchando a sus habitantes para llegar a una conclusión que expresa con una frase de
tremenda fuerza: “Hagamos redención del género humano”. Es cuando sigue
considerando la Encarnación. Esta es “descenso”, la decisión de un Dios que, por amor
al ser humano, decide estar descendiendo, habitando, trabajando, dando y dándose. Y
ello le hace asumir la condición humana. Ha dejado el “trono” para acoger la “carne”.
Jesús no solo asume la belleza de esta condición humana, sino que se deja afectar y se
pone a merced del mal que el propio ser humano se infringe a sí mismo. Y cuando la
muerte parece que ha vencido al que vino a rescatarnos de ella acontece lo del sepulcro
vacío; él no se encontraba entre los muertos, sino que había resucitado. Cumplida su
misión había llegado la hora de volver al “trono”. Ya se había hecho redención del
“género humano” así que, de la misma manera que lo asumió, ahora tocaba
desprenderse para estar como al principio. Pero la Ascensión, parafraseando a Ignacio
de Loyola, sería: “Hagamos elevación del género humano”. Es decir, entronicemos
también la humanidad de Jesús al lado del Padre.
De esta manera, celebramos que toda realidad humana tiene un doble movimiento. El
primero es de “descenso”. Es sumergirse en lo más denso de la existencia humana; es la
aceptación de la realidad en su más áspera verdad; es la comunión con el aquí y el
ahora, con el pasado, el presente y el futuro; es poner el rostro a la ola de ternura o al
torrente dramático que acontece. Pero sólo cuando se ha dado el “descenso” se puede
experimentar la promesa de la “Ascensión”. Hoy celebramos que podemos vivir gracias a
la fuerza una promesa; que cuando descendemos al infierno de la violencia, a la barbarie
de la estructura injusta o a la fragilidad de la condición humana todo ello no termina en su
misma oscuridad sino que vive un proceso de ascensión, de elevación, de
transformación. Porque incluso lo que ahora te mata está llamado a sentarse junto al
trono del que da la Vida. Es la Ascensión o la fuerza de una Promesa.