HOMILÍA DOMINGO V CUARESMA-B (21 marzo 2021)
Jn 12, 20-33
Esto de la Palabra de Dios no tiene término medio: o no te llega y prefieres otros
libros; o no hay libro que se le compare. Cuando alguna vez, como los discípulos de
Emaús, has experimentado tu corazón arder al ver cómo la Palabra daba luz a tu vida
concreta, entonces vuelves y vuelves a ella como sediento a fuentes de agua viva. No
hay quien se resista a esa experiencia de ver reflejadas las vivencias más profundas en
un texto del evangelio; o como ese texto te hace descubrir lo profundo de lo que estás
viviendo. Pero lo mejor es poner un ejemplo. Y, mira por dónde, echamos mano al
evangelio de este domingo. La historia de Jesús es nuestra historia. La nuestra está
reflejada en la suya; y la suya da sentido a la nuestra. ¡Comenzamos!
En el evangelio de Juan, Jesús pasa con estilo triunfal por la muerte. ¡Es el Señor!
Es como si no pegara contar lo del Huerto de los Olivos. Pero la muerte es la muerte; y
por mucha gallardía con que la afrontes, de una u otra manera, hay que contar con el
trago amargo. Pues bien, Jesús está en Jerusalén. Allí algunos judíos que venían de fuera
querían conocer a Jesús y pidieron a Felipe que se lo presentara. Cuando éste y Andrés
se lo dijeron Jesús no les hace ni caso, está absorbido por otro tema. Como a todos, a él
le ha llegado la “Hora” (que en el evangelio de Juan es la mejor manera de hablar del
amor de Dios). Lo primero que hace es intentar entender la situación que está viviendo y
encontrar algún sentido. Y se imagina un grano de trigo muriendo y dando fruto; y se dice
que salvará su vida porque no se ha aferrado a ella; o que lo normal es que todos los que
vivan como él experimenten la misma suerte. Es como si su cabeza hiciera todo lo
posible por entender lo que difícilmente se podía entender. Pero ese mecanismo de
defensa no es suficiente. Sus sentimientos se desbordan. Se siente profundamente
abatido. Por un lado, pediría que se le librara de lo que se le viene encima. Pero también
se dice que no, que debe afrontar aquello que le ha sobrevenido; que debe aceptarlo y
ser fiel hasta el final. Y como dice la Carta a los Hebreos, todo ello lo hace llorando y
gritando. Así se dirige, con lágrimas, gritos y angustias al que piensa que puede salvarlo.
Ese sufrimiento que lo tortura se va convirtiendo en escuela de aprendizaje; el sufrimiento
le va enseñando a no rebelarse, sino a dejarse llevar sin resistencias, a rendir la voluntad
hasta obedecer. Y, aunque murió, se sintió escuchado por aquel que le dijo: “Yo he
glorificado a mi hijo y volveré a glorificarle”. Sintió la liberación de Dios,no en el momento
que hubiera deseado, sino cuando se pudiera alcanzar la libertad suprema.
¿No es esta nuestra historia? A todos nos ha llegado una “hora”, eso que
experimentamos como lo más trágico y terrible. En un primer momento echamos mano a
todos esas ideas y convicciones que nos ayudaban a vivir. Todas ellas eran muy ciertas y
profundas, pero ninguna contuvo nuestra angustia, nuestra ansiedad e incertidumbre.
Desde nuestra experiencia cristiana nos decíamos cuestiones que, a primera vista,
entraban en contradicción. Por un lado, le pedíamos a Dios que nos ayudara librándonos
de todo lo que sentíamos. Por otro, queríamos confiar y dejarnos abandonar al Dios que
se nos hacía el encontradizo en esa realidad. Pero incluso los más contenidos hicimos lo
que normalmente no hacíamos, “perder los papeles”, llorar, gritar, clamar a Dios, no con
mesura, sino con descontrol. Y nos dimos cuenta que, poco a poco, sufrimiento a
sufrimiento, aprendimos a obedecer. La resistencia desaforada y salvaje fue dando paso
a la aceptación; la lucha sin cuartel al abandono; la angustia a la confianza; el llanto al
semblante sereno; el grito al silencio. Y lo curioso es que, después de la tragedia, nos
sentimos escuchados.