Esta parábola, hoy, nos habla a cada uno de nosotros, como hablaba a los oyentes de Jesús hace dos mil años. Nos recuerda que somos la tierra donde el Señor lanza incansablemente la semilla de su Palabra y de su amor. ¿Con qué disposición la recibimos? Y podíamos preguntarnos: ¿cómo es nuestro corazón? ¿A qué terreno se parece a la tierra: un camino, un pedregal, un zarzal? Depende de nosotros convertirnos en un buen terreno, sin espinas ni piedras, sino labrada y cultivada con esmero, para que pueda dar buenos frutos para nosotros y para nuestros hermanos.