HOMILÍA DOMINGO XXXII T.O -C (6 noviembre 2022)
Lc 20, 27-38
Resulta curioso que Jesús tuvo sus grandes conflictos con la gente religiosa de su
época. Con ellos se “peleó” porque veía a Dios de otra manera, porque se sentía con
autoridad para perdonar pecados, porque se juntaba con pescadores o comía con
publicamos. Curioso, ¿verdad? En el evangelio de hoy pasa algo parecido. En esta
ocasión el tema es la resurrección y el grupo al que se enfrenta era el de los saduceos.
Por regla general era gente acomodada; su fe sólo tenía consecuencias en esta vida; la
otra, no existía. Así se acercan a Jesús con un argumento trampa. Según la Ley del
Levirato, para procurar la descendencia, si un hombre moría sin hijos el hermano del
difunto debía casarse con la viuda para que fuera posible. El ejemplo era lo
suficientemente exagerado como para desistir de una vida después de la muerte:
después de casarse con siete sin tener prole, en la vida eterna, ¿de quién será mujer?
Total, gente piadosa que no creía en la resurrección de los muertos. ¿Nos parece raro
esto? Pues si lo mismo lo consideramos con cierta atención pudiéramos encontrarnos
con que es lo más generalizado. Veamos.
Si bien es verdad que la práctica sacramental sigue cayendo con rapidez, no así ocurre
con las Misas de difuntos. Bodas hay muy pocas, comuniones cada vez menos,
ordenaciones son rarísimas, confesiones casi brillan por su ausencia, las unciones de los
enfermos siguen dando miedo, y los bautismos y las confirmaciones van cayendo al
mismo ritmo. Pero rara es la persona que fallece y deja escrito que no quiere ceremonia
religiosa. Y los familiares del difunto, en ocasiones, hasta piden esa Misa de la que llevan
sin participar años. Pero, pasado el tiempo, se dice: “Allí donde esté”, “Si los recordamos
no morirán del todo”, “Lo mismo hay algo”. Pedimos la Misa porque es lo único que
podemos hacer en esta vida ya que la otra...
Vamos a dar un pasito más. La limitación, la vejez, el final, la tragedia, la muerte del
inocente hemos de tomarla con seriedad y respeto. Alguien dijo un día: “¡Qué pena llegar
a viejo!”. La vejez y la enfermedad nos lo roban todo; y de forma mucho más traumática
la tragedia que sobreviene; o el espanto de millones de personas que mueren sin tener
que hacerlo. Si por una lado todas estas realidades cuestionan nuestra fe, por otro, las
afrontamos como si no hubiera un más allá. Nos aferramos a la precaria salud para no
dejarnos caer por las laderas de la muerte; y ni siquiera intentamos sostenernos con la
esperanza de que el accidente, el hambre o la guerra no tendrán la última palabra.
Porque eliminada la vida eterna, enterramos definitivamente la esperanza.
Sin embargo, Jesús vivía con tanta intensidad la vida presente como consideraba la
futura. Podía entregarse a los rigores de la pobreza, del llanto o la persecución porque
sabía que, más allá, en el Reino de los Cielos sería consolado. Él podía dar la razón
radical a Dios porque sabía que, posponiendo su voluntad, sería acogido por el que se
encontraba más allá del aparente fracaso rotundo. Para Jesús el cielo ya estaba en la
tierra, porque el vivir no dependía del cerebro o el corazón, sino de la fe. Para él, la vida
terrena sólo era una manera de estar con su Padre, con él seguiría estando cuando se
“sentara” a su lado. Porque pensaba en la dimensión eterna podía estar de corazón en
todo lo que hacía, creer en la fuerza de lo pequeño o no sucumbir ante el fracaso. Porque
miraba más allá de su propia muerte sentía como estación de paso el llanto, el luto, el
dolor, la injusticia. Porque consideraba lo que había allá sacaba todo el jugo al acá, a la
alegria sencilla, al comer con los amigos, a los momentos de oración.