HOMILÍA DOMINGO II CUARESMA-C (10 marzo 2022)
Lc 9, 28b-36
El domingo anterior acompañábamos a Jesús en el desierto donde fue tentado con
sutileza y profundidad. Hoy agarramos la mochila y nos vamos de excursión con él, con
Pedro, con Santiago y con Juan a una montaña alta. Como Jesús nunca da puntada sin
hilo podemos preguntarnos, ¿a qué viene este paseo? Todo parte de la preocupación
que tiene el Señor con los suyos. Ante lo que se avecina sabe que tiene que cuidarlos.
Los ve frágiles y vulnerables para poder afrontar lo que les espera en Jerusalén. ¿Qué
ocurrió exactamente allí? No lo sabemos en realidad. Sólo nos llega lo que cuenta el
evangelista. Algunos dicen que describe; otros que narra con imágenes una experiencia
inenarrable. Pero, en cualquier caso, dio a los suyos lo que necesitaban en ese momento.
Al ver el rostro de Jesús y sus vestidos transfigurados quiso adelantarles lo que sería el
final, aunque pasaran por momentos terribles: la cruz solo era camino hacia la gloria. La
presencia de Moisés y Elías, dos grandes personajes para los judíos, les decía que Jesús
no era un francotirador ni un tiratapias, sino que llevaría a plenitud todo lo que en el
Antiguo Testamento se revelaba. Y esa voz de su Padre declarándole hijo escogido e
invitándoles a escucharle ayudaba a esos pobres discípulos a entender que seguir a
Jesús no era una locura, sino que cumplían la voluntad de Dios. ¡Qué detallazo! Estando
como estaba no piensa en él sino en la necesidad de los suyos.
Más de un lector al leer este evangelio puede reaccionar como los niños: “Pues yo
también quiero”. Por estas latitudes se dice: “Niño, dale a tu hermano un poquito que se
le va a saltar la hiel”. Y con toda sencillez, cariño y espontaneidad le decimos a Jesús:
“Nosotros también queremos, Señor. Danos lo que diste a Pedro, Santiago y Juan que se
nos va a saltar la hiel. Nosotros también necesitamos de una montaña alta donde vivir
algo que nos ayude a vivir la cruz como camino de gloria. No te vamos a pedir construir
una tienda para quedarnos permanentemente en una experiencia gratificante. Solo una
experiencia en fe oscura que nos haga sentir que el dolor salva y que, sin saber cómo,
pero entra en tu plan de salvación”.
Ahora el reto estaría en descubrir esa “montaña alta” donde se den experiencias
transfiguradoras. Yo voy a sugerir una, pero hay muchas. Ojalá pudiéramos compartirlas.
Lo explico como si fuera un hecho de vida. Todos hemos vivido esos días donde la
ansiedad se hace compañera de camino; esos días en los que, nada más abrir los ojos,
tu mente se pone a cien, tu corazón se altera y no dejas de pensar atropelladamente en
todo lo que tienes que hacer creyendo que no podrás hacerlo. Y aunque tu vida sea
cómoda vives en una atmósfera donde solo respiras preocupación e incertidumbre. Y de
forma consciente o distraída por los ojos y los oídos va entrando la noticia de la guerra, la
permanencia de la pandemia o el desplome de la economía. Y aunque la vida fluya
sientes un cansancio y un nudo existencial que te hace caminar pesadamente. Pero en
todo ello se dan momentos de transfiguración. No son espectaculares en tanto que
vistosos; pero el alivio que se produce sí que lo es. Es cuando alguien se encuentra
contigo y te dedica un poco de tiempo, por ejemplo. Y en torno a una mesa tomas un
café mientras te sientes acogido por su escucha, arropado por su mirada, sostenido por
el detalle que te trae, aliviado por su cercanía. Entonces descubres que has descubierto
tu “montaña alta”. Quizás no se llame Tabor, pero sí “Montaña del Cuidado” tierno y
fraterno. Seguro que en ella no encontrarás una fantasiosa magia que todo lo arregle,
pero sí la experiencia sacramental del consuelo que permite, al menos durante un tramo,
atravesar la cruda realidad camino de la gloria.