HOMILÍA CRISTO REY-B (21 noviembre 2021)- Jn 18, 33-37
En nuestra vida cotidiana se dan situaciones que nos invitan a valorar y felicitar al
que tanto ha luchado. Y así nos alegramos con aquel o aquella que ha acabado un
periodo largo de estudios para terminar su carrera o para presentarse a unas
oposiciones. Celebramos con el amigo el que, después de tantos años y esfuerzos, haya
podido construir su casa a la que ha dedicado todos los ahorros y fines de semana. O,
sencillamente, abrazamos al que sin muchas cualidades físicas ha conseguido terminar el
Camino de Santiago. Y no pocas veces, estando retirando el féretro, la asamblea ha
irrumpido en un aplauso espontáneo por aquel o aquella que se llevan y que ha sido un
ejemplo de pundonor para todos. Son las celebraciones por el final de un ciclo de
entrega por algo o alguien.
Hoy, litúrgicamente, terminamos el ciclo y el año litúrgico. Y lo hacemos felicitando
a Jesús por toda su vida. Es como si estando en la Noche Vieja del Año litúrgico nos
diera por mirar hacia atrás y contemplar de forma agradecida todo lo que hemos vivido
durante este tiempo. Y lo hacemos con el corazón de ese amigo que agradece a su otro
amigo tango amor, tanta entrega y tanta generosidad. Y aunque estemos programando
las Navidades que están por venir, nos remontamos a esos meses del año pasado donde
celebrábamos que Jesús, por amor a todos nosotros, se encarnó. Y entrando por la
puerta de servicio de la historia asumió nuestra condición humana: nuestra
vulnerabilidad, el estar a merced de los acontecimientos de la vida y la historia, el poder
ser víctima de los intereses de los más poderosos. Y se tomó su tiempo, sus largos años,
para saber qué vive cada humano en la vida silenciosa de lo cotidiano. En treinta años
aprendió la lentitud de los procesos de crecimiento; fue fraguando a fuego lento su
cuerpo, su mente y su espíritu; experimentó lo que es levantarse todas las mañanas para
ganarse el pan, la rutina del quehacer de cada día, la riqueza y las dificultades de la
convivencia, el compartir la suerte de un pueblo sufrido. Y como cualquier otro, un día se
independizó. Pasó un tiempo apartado en el desierto y, tras muchas tentaciones, decidió
vivir su vida como el que se pone a la cola. Y así se puso para que su primo Juan lo
bautizara. Decía que se sentía enviado por su Padre Dios a anunciar el Reino. Su familia
se preocupó. No sabía si estaba en sus cabales. Se echó a los caminos y por donde iba
anunciaba la paz, la justicia y el amor. Se rodeaba de gente que lo seguía. No era lo más
granado de la sociedad; y, en ocasiones, sus intereses no eran de lo más puro.
Organizaba unas comidas que eran contraculturales y no dejaba de tener problemas con
aquellos que mandaban en su época. ¿Qué le movía? Mejor, ¿quién lo hacía? Se sentía
Hijo Amado. Y a ese amor respondía con fidelidad absoluta. Tan es así que, después de
una oración en un huerto, se lanzó a lo que sería el culmen de una vida de entrega. “Y
habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Pero
su vuelta al Padre no ha sido un irse, sino una presencia menos evidente, pero más
íntima. El nos acompaña todos los días hasta el fin del mundo en esa tarea de seguir con
su misión.
Y si tuviéramos que responder por él la pregunta que le hizo Pilato: “Conque, ¿tú
eres rey?”. Diríamos: sí que es Rey. Es el Rey de nuestra vida; al que “entronizamos” en
el centro de nuestro corazón porque mantiene nuestra existencia con su amor. Ese Rey al
que nunca estaremos lo suficientemente agradecidos; al que nos hace sentir como
amigos mirados, cuidados y elegidos. Ese Rey que muestra por nosotros sus
preferencias y nos elige dándonos un sentido, una tarea una misión. El Rey que nos
sienta a su mesa; una esa donde no hay vasallos, sino amigos; donde todos caben; una
mesa que es signo del Reino que está llegando. ¿No lo notas?