Nuestro fundador, el padre Diego Ernesto entendió desde siempre que el trabajo con niños y con jóvenes no debía quedar reducido a reuniones de carácter catequético o formativo. La tarea, si había de hacerse bien, implicaba mucho más: hay que hacer ver el amor, hay que hacer palpable el amor, hay que amar. El evangelio que se anuncia y en el que el niño y el joven han de formarse integralmente como personas es una Buena Noticia que ha de ser conocida, sentida, vivida, y en esto el responsable MIES tiene una altísima exigencia pedagógica y apostólica. El padre Diego Ernesto no se ceñía a la charla, a la catequesis (que son bien importantes y que han de estar muy bien preparadas). La dedicación, el acompañamiento, el tiempo “perdido” son la mejor herramienta pedagógica y la mejor metodología apostólica. El amor mostrado en las horas gastadas sin taxímetro es el instrumento apostólico más formativo y eficaz que existe. Ninguna dinámica de grupos, ninguna técnica de última generación, ninguna estrategia o programación, siendo herramientas buenas y necesarias, pueden suplir el fruto que da aquel que es creíble por lo que ama. Y para que todo esto sea posible, el padre Diego Ernesto entiende que el misionero ha de ser un hombre/mujer de oración profunda y de un enorme amor a la eucaristía, un contemplativo en el mundo. No hay misión sin contemplación. Y no hay contemplación que no lleve a la misión. El misionero es, antes que nada, un enamorado de Cristo, por eso es que anuncia con verdadera entrega.